En 1995, Daniel Goleman, doctor en psicología de la Universidad de Harvard, publicó el resultado de numerosas investigaciones, encuestas y estudios de casos sobre la conducta humana, en un libro que tituló La inteligencia emocional. Su propuesta dejó sin argumento a buena parte de sus colegas que defendían el predominio del cociente intelectual como factor determinante del rendimiento académico y laboral; así como del éxito en el desempeño en todas las facetas de la vida del individuo.
El autor se preguntaba: ¿Cómo es posible que algunas personas posean la habilidad de vivir con plenitud, sin destacarse precisamente por su inteligencia? ¿Por qué el alumno con el promedio más alto de calificaciones no siempre logra el éxito laboral y económico? ¿Qué hace a unos individuos más capaces que otros para enfrentarse a las dificultades con una perspectiva diferente y superarlas? Goleman afirma que, en cada caso, juega un papel fundamental el nivel de inteligencia emocional con el cual cada individuo encara las diferentes circunstancias de la vida.
La inteligencia emocional puede definirse como la facultad que cada persona tiene de tomar conciencia de sus emociones, entender los sentimientos de sus semejantes, resistir a las presiones y frustraciones dentro del entorno laboral, aumentar su capacidad para trabajar en equipo y asumir la empatía, facilitando de esta manera su realización personal.
A diferencia del cociente intelectual, la inteligencia emocional no se mide con una fórmula matemática ni con cuestionarios de razonamiento lógico. El nivel de cociente intelectual se obtiene relacionando la edad intelectual con la edad cronológica; por su parte, el grado de inteligencia emocional se percibe directamente en la actitud de las personas. Y también en la influencia que ejercen en sus familias, sus amigos y sus grupos de trabajo.
En este sentido, el concepto de inteligencia emocional cuestiona los sistemas educativos que privilegian la memorización de conocimientos en diversas áreas científicas. Asimismo, relegan los aspectos relacionados con la interacción social, los sentimientos y las maneras adecuadas de enfrentar y resolver situaciones reales de la vida cotidiana. Si bien, gran parte de la formación del carácter y el comportamiento se adquieren en el ámbito familiar, a las carencias y errores de este último, se suman los métodos empíricos tradicionales de maestros y profesores de escuelas primarias y secundarias.
La mayoría de las universidades tampoco escapan a este esquema y se concentran en graduar técnicos, ingenieros, abogados, economistas y otros profesionales, haciendo poco o nada por resolver las carencias precedentes en su formación de actitud. Y, además, sin darse cuenta que las mismas incidirán en el desempeño laboral de todos ellos.
Goleman hace referencia a una serie de experiencias de éxito en algunas instituciones educativas norteamericanas, reunidas bajo la denominación de “cursos de alfabetización emocional”. En estos, el objetivo es que los jóvenes adquieran aptitudes emocionales y sociales para -entre otras habilidades- controlar los impulsos, gestionar correctamente la ira y buscar soluciones creativas a problemas colectivos difíciles.
Un ejemplo ilustrativo en este proceso es el modo de encarar el enfado. Se insta al participante a entender esta emoción como una reacción secundaria y a investigar qué hay detrás de ella (dolor, celos, resentimiento, etc.); luego, se sugiere analizar opciones de respuesta coherentes y constructivas.
Parte de la metodología es proponer situaciones similares de forma recurrente en sus ejercicios. Todo ello con el propósito de identificar la reacción emotiva común y sustituirla paulatinamente por una respuesta empática adecuada; producto a su vez de una lectura más atenta de la circunstancia. Los monitores de estos cursos explican que la formación emocional debe ser continua, con una repetición sistemática de experiencias que permitan al cerebro reaccionar con un reflejo adquirido; también, con una conducta fortalecida ante las adversidades, la frustración y el dolor, entre otros.
Y es que la alfabetización emocional -concluyen estos instructores- es tan importante como aprender a leer y a realizar operaciones matemáticas.
Si bien no se cuenta con datos exactos sobre la aplicación de cursos o experiencias de alfabetización emocional en las empresas similares a las descritas anteriormente y, mucho menos, de sus resultados, es muy cierto que el ámbito corporativo es susceptible a situaciones que requieran habilidades en el manejo adecuado de las diferentes reacciones que estas puedan generar.
Es obvio que el requerimiento fundamental es contar con directivos poseedores de un liderazgo sustentado en el conocimiento de sí mismos y de sus propias emociones. Dicho de otro modo, que empaticen con cada miembro de su equipo de trabajo, dándoles ejemplo y motivándolos a dar lo máximo de cada uno. Dentro de la empresa, un líder con estas características puede, entre otros casos, solucionar conflictos.
Desde este punto de vista de la inteligencia emocional, un conflicto comienza cuando no hay comunicación; las partes se apoyan en suposiciones y llegan a conclusiones manifestadas en mensajes “duros” que uno o ambos interlocutores no entienden. La solución no es evitar la controversia por completo, sino resolver los desacuerdos y resentimientos antes que estos produzcan incidentes desagradables. La táctica del responsable pasaría por organizar un encuentro donde los involucrados expresen sus puntos de vista divergentes. ¿Y de qué manera? De forma coherente, haciendo contacto visual y escuchando atentamente con actitud positiva. De este modo, se evitan dos extremos: la agresividad y la pasividad, que no resuelven la situación, sino que la prolongan.
Sin embargo, no solo el responsable sino todos los integrantes del equipo de trabajo deben ser capaces de emplear herramientas para gestionar las emociones. Por ello, es recomendable promover actividades de formación y experiencias para socializar el conocimiento de la inteligencia emocional dentro de las empresas.
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